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compró en la ciudad un huevo de piedra, y, naturalmente, rompía los huevos de todos sus adversarios, que no sospechaban nada; pero cuando se supo en la aldea el secreto del éxito, le hicieron devolver todos los huevos que había ganado, y le dieron una paliza.

Calló de nuevo unos instantes, mirando ante si con ojos soñadores, transportada mentalmente a su aldea. Después continuó:

—Toda la Semana Santa había en el pueblo verbenas. Se instalaban en la plaza barracas, columpios, juegos. La gente se divertía, tocaba el acordeón, cantaba "Cristo ha resucitado..." ¡Oh, qué delicia!

No la interrumpíamos. No podíamos contar nada parecido. La vida nos había dado tantos y tan furiosos coscorrones, que habían acabado por huír de nuestra cabeza los recuerdos de la infancia, de la familia, de nuestras madies, de las antiguas Semanas Santas.

La noche fué pasando poco a poco, y la cortinilla de la ventana se tornó azulada al transparentar la luz del alba; luego amarillenta, y, por último, de un matiz rosa al dar paso al fulgor de los primeros rayos del sol.

—Si ustedes no tienen inconveniente, señores, voy a abrir la ventana—dijo Zoya.

Descorrió la cortina, abrió la ventana de par en par y se asomó a ella. Nosotros también nos acercamos.

Hacía una hermosa mañana, clara y fresca, y