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Pero la mesa, que, a falta de mantel, estaba cubierta de papel recortado, se hallaba ricamente servida: había en ella una torta de Pascuas, huevos teñidos de todos los colores, un gran jamón y dos botellas de un vino misterioso.

Cambiamos con Zoya tres besos castos y ceremoniosos, y nos sentamos a la mesa.

No puede negarse que nuestra reunión era poco vulgar: cuatro hombres agotados y terriblemente maltratados por la vida; cuatro viejos jamelgos que sumábamos entre todos lo menos dos siglos, y una ramera rusa que no era ya joven, es decir, uno de los seres más desgraciados, más tontos y más impotentes de nuestro planeta.

¡Pero había que ver lo torpemente amable, hospitalaria y simpática que estaba!

—Tenga la bondad de sentarse—decía cariñosamente, ofreciéndonos a cada uno una silla—.

Siéntese usted y coma, se lo ruego. Señor número seis, ya sé que le gusta a usted más la cerveza, tómela; ahí la tiene junto a su cubierto. Y a ustedes, señores, voy a servirles vino. Es un vino muy bueno. Se llama "Tenerife". Tengo un amigo, un capitán de barco, que no bebe más que "Tenerife".

Los cuatro números no éramos ya niños, y sabíamos ya a qué atenernos, y, naturalmente, no ignorábamos cómo aquella muchacha había ganado el dinero invertido en el vino de Tenerife" y en todo lo demás. Pero nos tenía sincuidado, y nos hallábamos muy a gusto.

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