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Cuando nos congregamos en torno a la tumba, la expresión de todos los rostros era grave y solemne. Las primeras paletadas de tierra cayeron con un ruido sordo sobre la tapa del ataúd.

Los enterradores se entregaron febrilmente al trabajo; se veía que tenían prisa.

Un señor de elevada estatura, robusto, con lentes, cuya faz redonda adornaba una perillita roja, se adelantó un poco hacia la tumba. Miró alrededor, tosió, y empezó a hablar:

—Señores! ¡Una nueva pérdida dolorosa! Un nuevo luchador honrado ha bajado prematuramente a la tumba... Nuestro difunto compañero Paskevich mantuvo siempre valientemente en alto el estandarte bajo el cual trabajamos todos por el bien público... Sembraba la buena semilla de la cultura y de la luz, y el fuego sagrado no se apagaba nunca en su corazón, que...

Se oyó, de pronto, un ruido extraño. Todo el mundo volvió la cabeza. Vasiutin, apoyado en la verja de un rico panteón, sollozaba y lloraba a lágrima viva.