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r 137 vertido en marido de una linda joven sin cultu—ra, sin corazón, de alma mezquina y estrecha. Ella le despreciaba por la suavidad de su carácter, por su timidez, por su debilidad física, por su falta de sentido práctico. Le armaba escándalos en la calle y se la pegaba con casi todos los periodistas y los oficiales de la ciudad. Tenían hijos—unas pobres criaturas pálidas y raquíticas. Señalándoles con la mano, le gritaba, en su jerga de verdulera: "¡Son tus hijos, tus hijos! Hay que mantenerlos. ¿Por qué no escribes? ¡Ponte a escribir en seguida!" Y él escribía, ¡mi pobre Paskevich!, escribía día y noche, en su casa, en las redacciones, en los cafés... Llegó a ser un sencillo repórter. Intentó escribir artículos de fondo para los periódicos; pero no podía acostumbrarse a ese lenguaje singular, solemne, de los "leaders" periodísticos, infinitamente más estúpido, a veces, que los procesos verbales policíacos. Permanecía horas enteras con la pluma en la mano, desesperado, sin poder enlazar dos frases, cada una de las cuales comenzaba por el pronombre "cuyo".

No, sería demasiado largo de contar el martirio... El fin fué de lo más vulgar: el "surmenage", la tisis, la ceguera. En cuatro años, aquel hombre se consumió, como devorado por la llama de una hoguera... ¡Y a esto se le llama vida!

Vasiutin calló y le pareció sumirse en tristes reflexiones. Hasta nuestra llegada al cementerio, no pronunciamos ni una sola palabra.