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UN JAMELGO



Caía una menuda lluvia. La calle parecía llera de niebla. La fría humedad mojaba, de un modo sutil, el rostro de los transeuntes. La gente andaba presurosa, con el cuello del gabán levantado y cara de pocos amigos.

Al encontrarse con nuestra procesión se quitaba el sombrero y dirigía una mirada de curiosidad a los enterradores harapientos, de rostro severo y majestuoso, que marchaban ante el ataúd, de dos en dos, por en medio del barro, recogiéndose la capa; a los dos caballos cubiertos con unos paños negros, agujereados por delante de los ojos equinos, a modo de antifaces; al alto coche fúnebre, con una cubierta negra ribeteada de blanco; al ataúd blanco que se zarandeaba en el coche y que llevaba encima una verde corona de hojalata; a la larga fila de carruajes llenos de hombres y mujeres indiferentes, tediosos y un poco cohibidos.

Había en todo aquello algo lastimoso, extremadamente triste, que le encogía a uno el cora zón. Me parecía que si el difunto Paskevich, que se zarandeaba en el ataúd, hubiera podido hablar', le hubiera dicho al acompañamiento: