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tañosa, las fértiles praderas de Bulgaria. Había matado por su propia mano, entre hombres, mujeres y niños, noventa y nueve seres humanos.

Pero una vez fué, con su banda, rodeado en las montañas por una nutrida tropa del sultán, cuyos días prolongue Allah. Durante tres días enteros luchó desesperadamente contra los soldados, como un lobo contra una jauría. La mañana del cuarto logró atravesar las líneas enemigas y escapar así del peligro. Parte de la banda pereció en el combate, y los demás bandidos fueron ahorcados en la plaza Redonda de Stambul.

Herido, ensangrentado, se acostó Demir—Kaia en una caverna donde le habían dado asilo unos pastores. Y de repente, a media noche, se le apareció un ángel con una espada flamígera en la mano. Demir—Kaia reconoció en él a Asrail, el mensajero de la muerte, y le dijo:

Hágase la voluntad de Allah! Estoy dispuesto.

Pero el ángel le contestó:

—No, Demir—Kaia, tu hora no ha llegado aún.

Escucha la voluntad de Dios: cuando te levantes de ese lecho, desentierra tus tesoros ocultos y véndelos. Luego te dirigirás hacia el Este y andarás hasta la encrucijada de los siete caminos.

Allí construirás una casa con vastos aposentos muy ventilados, con anchos divanes, con fuentes de agua pura y límpida. Tendrás dispuestos comida y bebida y tabaco aromático para los viajeros cansados. Invitarás a cuantos pasen por tu