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bre, aunque sus amantes de una noche la suplicaban entre caricias que les concediese otra entrevista.

Una noche eligió a un soldado que estaba de escribiente en un regimiento y era un hombre ya entrado en años, grueso. Corría el mes de diciembre.

Al amanecer, cuando se veía ya al través de los cristales la blancura del día, aquel individuo, excitado por las caricias de Natalia Davidovna, le apoyó la cabeza en el pecho y, de repente, roncó y se quedó inmóvil. Asustada, ella comenzó a preguntarle qué le pasaba, y al ver que estaba muerto lanzó un grito desgarrador.

Inmediatamente acudió la servidumbre del hotel. Como Natalia Davidovna no abría, se descerrajó la puerta.

Media hora después llegaron la policía y el juez de instrucción. Este, un hombre de edad y de despejada inteligencia, reconoció en seguida a Natalia Davidovna, a quien veía todos los jueves en el locutorio del instituto, adonde iba él a visitar a su hija.

Pensó echar tierra sobre el asunto; pero la conducta impudente de la inspectora le escandalizó.

Un poco calmada, y comprendiendo que había perdido para siempre su plaza en el instituto, se tornó cínicamente franca. De pie ante el juez, en enaguas, sin corsé, se arreglaba los largos cabellos, en alto los brazos desnudos y los alfileres en la boca, diciendo:

— Dice usted que cómo puede ser que durante