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estrechos, que, además, acostumbraba ella a guiñar; de boquita sensual—sobre todo por la prominencia del labio inferior—, tenía un encanto inexplicable, cuyo secreto quizá se encontrase en su sonrisa, quizá en el carácter extremadamente femenino de sus rasgos, o acaso en su mímica pin toresca, provocativa y coqueta. La graciosa fealdad de Ana Nicolaievna atraía a los hombres mucho más que la belleza aristocrática de su hermana.

Estaba casada con un hombre muy rico y muy estúpido, que no hacía absolutamente nada, pero que figuraba como presidente honorario de cierta sociedad filantrópica, y poseía un título sonoro.

Detestaba a su marido, pero tenía dos hijos de él, un niño y una niña. Después de su segundo parto había decidido no tener más hijos, y seguía firme en su decisión. Vera, en cambio, soñaba, no ya con tener hijos, sino con tener los más posibles, y, no obstante, no los tenía; amaba de un modo enfermizo, adoraba a los enclenques, aunque lindos, hijos de su hermana, muy bien educados y dóciles, de carita pálida, como enharinada, y cabellos rizados de muñeca.

Ana se distinguía por su alegre descuido y sus contradicciones gentiles, a veces extrañas. Se entregaba con placer al "flirt" más arriesgado en todos los balnearios de Europa; pero no le era nunca infiel a su marido, lo que no obstaba para que se burlara de él hasta en su presencia. Le gustaba tirar el dinero, se pirraba por la ruleta,