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Un silencio profundo reinó.

—Compañeros—dijo el presidente: si os parece, voy a ponerme inmediatamente en contacto con nuestros queridos colaboradores de la estación del Sur. Acaban de hacernos señales.

La enorme sala donde se encontraban era una magnífica construcción de cristal, hierro y mármol, adornada con flores exóticas y hermosos árboles, y más parecida a una "serre" que a un sitio público.

Tras las paredes, la noche polar lo envolvía todo en sus tinieblas; pero unos condensadores especiales inundaban la sala—con el gran gentín, las flores, las mesas admirablemente servidas, las gentiles columnas que sustentaban el techo, las innumerables estatuas—de una luz no menos alegre y brillante que la del sol.

Tres paredes de la sala eran opacas; pero la cuarta, a la que el presidente hallábase vuelto de espaldas, era un a modo de tablero de proyecci »nes cuadrado, de un cristal en extremo fino y lustroso.

Recibido el consentimiento de la sociedad, el presidente oprimió con el dedo un pequeño botón eléctrico que había sobre la mesa.

El tablero se iluminó inmediatamente con una luz interior deslumbradora, y luego se diría que se disipó. En su lugar apareció de pronto otra sala también magnífica, también llena de gente sentada alrededor de mesas admirablemente servidas. Unos y otros seres humanos—todos bellos,