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rido someterte a una prueba. Ahora se acabó. Has estado muy bien en los exámenes, y puedes dormir tranquilo. Yo también voy a dormir.

—¿No bromeas? ¿Es verdad, Elenita adorada?

¡Ah, qué feliz soy! Figúrate que casi había acabado por creerte... Ja, ja, ja! ¡Qué tontería! No era, pues, cierto nada de eso, ¿verdad?

—Nada—respondió ella secamente.

Su marido no tardó en dormirse.

Por la mañana le despertó un ligero ruido. La iur del día penetraba en la habitación. Elena, pálida a causa del insomnio, demacrada, con círculos obscuros en torno de los ojos y los labios secos, estaba casi vestida y terminaba apresuradamente su "toilette".

—¿Dónde vas, querida?—preguntó Sergio con angustia.

—En seguida vuelvo—respondió ella—. Me duele un poco la cabeza. Daré un paseíto y dormiré un rato después de almorzar.

El se acordó de su reciente conversación, y, tendiéndole los brazos, le dijo:

—¡Cómo me asustaste anoche, infame mujercita! ¡Si supieras el daño que me hiciste! Aquel horror se hubiera interpuesto entre nosotros toda la vida. Ni tú ni yo hubiéramos podido olvidar nunca... Toda esa historia del segundo de a bordo, el alumno de la escuela marítima, el mareo, es pura imaginación, ¿verdad, querida?

Elena, asombrada ella misma de mentir de un modo tan fácil, habiendo tenido siempre a gala no