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y fragantes con una fragancia melancólica. Las otras flores, después de un festín de amor y de maternidad ubérrima del verano, dejaban caer sin ruido, en tierra, las innumerables semillas de la vida futura.

Muy cerca, en el camino, se oyeron los sonidos de una sirena de automóvil. La hermana de la princesa Vera, Ana Nicolaievna Friese, llegaba.

Le había prometido por teléfono aquella mañana a Vera ir a ayudarla en los preparativos de la comida. La princesa Vera reconoció la sirena y salió al encuentro de su hermana. Algunos minutos después, una elegante limousine se detuvo ante la puerta; el chauffeur bajó del pescante y abrió la portezuela.

Las dos hermanas se abrazaron cariñosamente.

Desde su tierna infancia estaban unidas por una gran amistad. Sus tipos diferían de un modo asombroso. La mayor, Vera, había heredado de su madre, que era inglesa, la gran estatura flexible, el rostro delicado, pero frío y orgulloso; las manos, bellas, aunque un poco grandes, y los magníficos hombros caídos como los que se ven en algunos retratos antiguos. La menor, Ana, por el contrario, había heredado la sangre mongola de su padre, un príncipe tártaro, descendiente en línea recta, según la leyenda, del propio Tamerlán, el famoso asesino. Era cosa de medio palmo más baja que su hermana, ancha de hombros, muy viva, ligera y burlona. Su rostro, de un tipo mongol muy marcado, de pómulos salientes, de ojos