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pre que el amor materno exclusivo sin más objeto que el propio hijo es criminal; que una mujer dispuesta a sacrificar centenares de hijos ajenos por salvar al suyo de la fiebre es una mujer abo minable, un monstruo, aunque la gente la califique de santa. El hijo que pudieras tener a consecuencia de tu desgracia sería considerado por mí como mío... Pero, Elenita mía..., ese hombre habrá tenido durante su vida millares de aventuras.

Acaso tenga enfermedades vergonzosas... No se puede asegurar... Quién sabe si será un alcohólico... O un sifilítico... Ahí está, querida Elenita, todo el horror del problema. Ella respondió, con voz débil, cansada:

—Bueno, haré lo que quieras.

Reinó nuevamente el silencio, que se prolongó entonces de un modo penoso.

Por fin él dijo con timidez:

—No quiero mentirte. Quiero confesarte francamente que una sola cosa me hace sufrir: el que tú hayas conocido el goce del amor físico, no conmigo, sino con ese canalla. ¡Ah, Dios mío! ¿Por qué habrá sucedido esto?... ¡Es tan doloroso!...

¡Qué doloroso es!

Y con voz trémula y suplicante añadió:

—Oye, Elena... ¿Acaso no ha ocurrido nada de eso y has querido sencillamente someterme a una prueba? ¡Di!

Ella dejó oír una risita.

—¡Qué tonto eres! ¿Te has creído en serio que yo podía serte infiel? Claro que tan sólo he que-