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riosas de su alma la inminencia de algo terrible, bárbaro, que sólo podía acontecer una vez en la vida.

Las dos ventanas estaban abiertas de par en par. El dulce perfume de los jazmines invisibles saturaba el aire. En el jardín público tocaba una orquesta, y los acordes de la música, amortiguados por la distancia, sonaban melancólicos.

Sergio, es necesario que me escuches—dijo Elena. No, no, sin luz—añadió rápida al oírle a él coger la caja de cerillas—. Será mejor así, en las tinieblas... Lo que voy a decirte será para ti muy doloroso, casi no podrás soportarlo..., pero no tengo más remedio. No puedo evitarte esta prueba. Tú me perdonarás...

Apenas distinguía la silueta de su marido, cuya camisa blanqueaba en las tinieblas. El encontró, a tientas, la botella del agua y el vaso, y se le oyó escanciarse y beber.

¡Habla, pues, Elenita!—dijo con voz queda.

—Escucha. ¿Qué harías si yo te dijese lo si guiente: querido Sergio, yo, tu mujer, que hasta ahora sólo te había amado a ti, te he sido infiel, fíjate bien, te he sido infiel completamente, hasta el último límite posible?... Espera, no te precipites. Atiende: la infidelidad no ha sido furtiva, no ha sido un engaño, sino cometida contra mi propia voluntad, bajo el imperio de las circunstancias... Figúrate..., supongamos un capricho de un ser morboso, un acceso de sensualidad súbita, la violencia de un borracho...; supongamos de un