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marido. Todo en él—su camisa de seda azul, su ancho cinturón, sus pantalones de verano, su sombrero de anchas alas, usado a la sazón por tod»s los social—demócratas; su corta estatura, su barriguita, sus lentes de oro y sus ojos que el sol obligaba a entornarse—le pareció infinitamente conocido y, al mismo tiempo, hostil y desagradable. Se arrepintió de no haberle telegrafiado desde Sebastopol diciéndole sencillamente, sin dar e explicaciones, que no volvería ya nunca. Pero él la había visto desde lejos y agitaba en el aire el sombrero y el bastón.

VII

A media noche, Elena se bajó de la cama, separada de la de su marido por un tocadorcito.

Sin encender la lámpara, se sentó al borde de la cama de su marido y le tocó ligeramente con la mano. El se incorporó bruscamente y preguntó asustado:

—¿Qué pasa, Elenita?

Estaba extrañado e inquieto por su silencio de todo el día. Aunque ella lo había achacado al dɔlor de cabeza producido por la travesía, él había adivinado tras sus palabras una desgracia o un misterio. No había querido molestarla con preguntas, esperando que de "motu proprio" le diría lo que pesaba sobre su corazón. Y en aquel momento, a pesar de que su sueño no se había disipa.lo aún del todo, sentía en las profundidades miste-