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ne lejos de Elena, con una guía abierta en la mano, hablaba en voz alta, para atraer sobre él la atención, de los sitios por donde pasaba el barco.

Elena le escuchaba con absoluta indiferencia, abrumada por la pesadilla que había vivido durante aquella horrible noche. Se sentía como cu:

bierta, de pies, a cabeza, de lodo, y contemplaba tristemente los encantadores paisajes de la Crimea.

Ante sus ojos iban pasando el cabo Fiolet, rojc, enhiesto, con sus rocas agudas y como a punto de caer al mar, sobre las que se alzaba en otra tiempo el templo de una diosa cruel, a quien los creyentes sacrificaban hombres vivos, y desde las que eran lanzados al mar los prisioneros; la ciudad de Balaclava, con la silueta vaga de una torre en ruinas sobre la montaña; el cabo Aya, cubierto de bosque; el cabo Lasti, todo verde; Foros, con su iglesia bizantina alzándose sobre una a modo de bandeja. Más lejos extendíanse parques magníficos alrededor de blancas villas, y se veían los tejados planos de algunos caseríos tártaros.

El mar, tranquilo, acariciaba con sus ondas el casco del buque. Algunos grandes peces jugaban en el agua.

Un fuerte olor acre de mar penetraba en los pulmones. Pero Elena lo respiraba sin placer.

Experimentaba una sensación extraña. Parecíale que no habían sido hombres, sino algún ser superior, omnipotente, malvado y burlón, quien ha-