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plácidamente. Lanchitas de vapor, ligeras y hábiles, surcaban en tcdas direcciones la superficie del agua. Iban y venían veloces los botes blancos de la marina militar. Los marineros remaban metódicamente, con movimientos isócronos, como un solo hombre.

Elena bajó a tierra y, sin objeto determinado, atravesó la ciudad en tranvía eléctrico. La ciudad, montañosa y blanca, parecía desierta, moribunda.

Se diría que no había en ella sino oficiales de marina, marineros y soldados, como en una plaza conquistada.

Estuvo sentada un rato en el jardín público, mirando con indiferencia el césped, las palmeras y los arbustos, cuidadosamente podados, y oyendo con no mayor interés la música de la charanga. Luego volvió al barco.

A la una de la tarde el barco zarpó. Entonces, cuando ya todo el mundo había acabado de almorzar, bajó ella, casi escondiéndose, como una ladrona, al comedor. Se sentía tan humiliada, que evitaba la presencia de los demás seres humanos y prefería la soledad. Luego que hubo almorzado, tuvo que hacer un gran esfuerzo para subir de nuevo a cubierta: tal era su temor de encontrase con gente. Hasta la llegada a Yalta permaneció sentada en un rincón esquivo, la cabeza apoyada en la barandilla.

La playa, arenosa y amarillenta, se iba elevando poco a poco. Se veían de vez en cuando en ella manchas de verdura. Un viajero senta.lo