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colás, el fiscal substituto, que vivía con ellos, se había marchado a la ciudad para asistir a la vista de una causa. Su marido le había prometido llevarle de la ciudad, a comer con ellos, a algunos de sus amigos íntimos. Se alegraba mucho de pasar su cumpleaños en el campo. En la ciudad hubiera habido que gastar mucho dinero en una gran comida de gala; acaso hubiera habido que dar un baile, mientras que allí, en el campo, bastaba con algunos gastos insignificantes. El príncipe Chein, a pesar de la alta posición que ocupaba—o quizá con motivo de ella—, tenía que luchar con serias dificultades económicas. Su enorme patrimonio había sufrido no pocos menoscabos. Sin embargo, el príncipe se veía obligado a vivir con esplendidez, a recibir, a emplear en obras de beneficencia sumas considerables, a vestir bien, a tener caballos y coches.

La princesa Vera, cuyo amor apasionado a su marido se había convertido hacía tiempo en una amistad fuerte, fiel y verdadera, le ayudaba lo que le era dable a evitar la ruina completa. Sin que él lo notase, renunciaba a muchas cosas y se esforzaba en límitar cuanto podía los gastos de la casa.

Se encontraba en aquel momento en el jardín, cortando flores para adornar la mesa. No quedaban más flores de verano que algunos claveles de diversos colores y algunas rosas medio mustias; pero, en cambio, había magníficas flores de otoño, georginas y crisantemos, orgullosos de su belleza