semanas; paren cada dos meses, hasta once hijos cada vez. Se alimentan de toda especie de yerbas, y son muy aficionados a la corteza tierna, de manera que hacen mucho daño en los plantíos de árboles. Puede decirse que el apereá es una verdadera plaga de las islas; pero es muy fácil ahuyentarlos y exterminarlos por medio de los perros. Son buenos para la mesa, su carne es tierna y gustosa, y se comen con la piel, pelándose fácilmente como quien despluma un ave.
También gusta de estas herbosas márgenes el ciervo, ese rumiante inocente y tranquilo, a par de bello y airoso, con su cabeza adornada más bien que armada de astas ramificadas como los árboles, y que como éstos reverdecen todos los años, destinado al parecer para hermosear y dar vida a la soleda de las selvas.
A pesar de la persecución tenaz que sufre de los hombres este tímido y apacible animal, no deja de visitar la morada de su letal enemigo durante las horas seguras de la noche, como si quisiese dejarnos estampados en sus huellas el reproche de rehusarle habitar bajo de nuestro amparo, los asilos pacíficos de estos jardines de la naturaleza. ¿Por qué hacerles esta guerra de exterminio? ¿Por qué no favorecer la multiplicación de la especie por el interés mismo de la industria humana?
La carne del cervato y de la cierva es manjar excelente; pero la de los machos tiene un gusto desagradable. Nadie ignora que de sus pieles adobadas se hace un cuero flexible y duradero, los cuernos además de servir para mangos de toda clase de instrumentos cortantes, dan por medio de procedimientos