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su destitución en medio de todas las criaturas que, por doquiera huyen a su aspecto. Quiso conservarle un resto de su servidumbre al monarca destronado.

De nada ha valido la superioridad de su inteligencia y de su fuerza para sujetar a los rebeldes. Hasta ahora no ha podido el hombre someter a su obediencia aquellas especies en que no se encuentra una innata tendencia a la sumisión. Todo lo que puede conseguir, es reducir algunos individuos, a fuerza de trabajo, o con prisiones; pero domesticar las razas, jamás. Con cada nuevo individuo tiene que recomenzar su tarea de docilizarlo. En miles de años de ensayos incesantes no ha logrado siquiera dominar al ruiseñor, ni domesticar al canario, al halcón, al oso, al mono y tantos otros. El admirable y valiosísimo castor, huye de su presencia; el elefante y el loro cautivos se rehusan a los impulsos más poderosos de la naturaleza, y no se propagan; el lobo, a pesar de ser tan afin al perro, es indomable.

Lejos de notarse tal indocilidad y hurañía en las especies domesticables; lejos de necesitarse hacerlas pasar por una larga serie de generaciones para suavizarlas y hacerlas contraer hábitos nuevos, el hombre las encuentra ya, desde su estado silvestre o montaraz, con las mejores disposiciones para sometérsele; y no sólo para servirlo según las habitudes naturales, peculiares a cada especie, sino abandonándolas con increíble docilidad, hasta contraer costumbres diametralmente opuestas a las primitivas, y formar de una especie razas o variedades con hábitos contradictorios, como sucede con el perro.

A este incomparable animal que, por sus nobles prendas, se le presenta a su mismo amo como el