En cada inundación se represan las aguas en aquel grande estanque; de modo que aunque baje el río con rapidez, como ordinariamente sucede, queda la isla rebosando y empapada como una esponja, en tanto que se desagua pausadamente por las regueras o arroyitos, entreteniéndose así una constante humedad en el terreno. Estas regueras sirven también para mantener en perpetua comunicación las aguas del estanque interior con las del río; por medio de las crecientes diarias que no alcanzan a cubrir el terreno. Con esta continua renovación se hace imposible la corrupción de las aguas, pues jamás están estancadas ni quietas; ni aun puede tener lugar la fermentación pútrida de los despojos del reino animal, porque las frecuentes inundaciones los entregan a la voracidad de los peces que sobreabundan. Libre así la atmósfera de miasmas que la alteren, e incesantemente purificada y embalsamada por las emanaciones vivificantes de los vegetales, ¿cómo no ha de ser el aire de las islas el más puro y sano que pueda respirarse?
Si el alto Paraná ofrece escenas sublimes de magnificencia y de terror, en sus estruendosos saltos, en la impetuosidad de su corriente, en sus altas barrancas que se desploman en grandes masas a la vista azorada del viajero, en sus selvas tenebrosas y fragosos montes, poblados de tigres, leones, cocodrilos, serpientes ponzoñosas, vampiros sanguinarios y lúgubres buhos, que día y noche atruenan el aire con sus discordantes aullidos; en el bajo Paraná todo es tranquilo, silencioso y risueño.
"La naturaleza (observa Saint-Pierre) no emplea