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La noche en las islas. — 231

alma elevada, el pensar que sobre las ruinas de todas las potestades del orbe, se levantará a la voz del Salvador una soberanía, única e indestructible, en una sociedad universal, que realizará todas nuestras ideas de orden, de justicia, de unión, de amor y de felicidad; que será el fin de todo progreso y el principio de una armonía inalterable, semejante a la del portentoso conjunto del universo!

¡Ved ahí cómo la sociedad, por el carácter divino y por los altos destinos que le da el cristianismo, es un objeto grandioso y augusto, digno de todos los sacrificios y de toda la veneración de los hombres! ¡Oh verdades eternas, sin las cuales sería un misterio impenetrable la naturaleza humana! ¡Oh divina Religión! sólo el que tiene profundamente grabada en su corazón tu sublime y consoladora doctrina, es el que conoce nuestra verdadera misión aquí en el suelo, y el verdadero valor de las cosas terrenales. Sólo en su alma, el amor a los hombres, el amor al bien público, es un sentimiento que lo hace abrazar con entusiasmo todas las ocasiones de ser útil a sus semejantes, que le hace repeler todos los movimientos egoístas del interés personal; que le imprime no sé qué de grande, de santo y heroico, que lo asemeja al mismo Dios, haciéndolo digno de ser venerado en los altares.

Una fe divina, una esperanza que acalla todas las inquietudes, todas las aspiraciones y ansiedades del alma humana, nos muestra un mundo resplandeciente y glorioso más allá de este mundo, una vida inmortal más allá de esta vida perecedera; una perfección celestial superior a toda perfección humana; una felicidad más