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El seibo y el ombú. — 225

su premura y muchedumbre en el escarceo de las aguas y en sus frecuentes brincos y colazos. El dorado que no quiere sugetarse al régimen frugívoro, salta a veces sobre el agua tras su presa, luciendo sus escamas cubiertas de oropel.

La entrada de la noche es la hora en que más se difunden los olores. Abren las flores su cálices al relente y a las brisas de la tarde, y radiosas parecen dar al sol un tierno adiós exhalando sus más suaves perfumes. El mirto, cuyo solo nombre expande nuestros pechos con dulcísimos recuerdos; el siempre verde mirto, delicado y elegante, todo lo llena con su exquisita fragancia, que trasciende entre los demás aromas, como la pasión de que es emblema domina sobre todas las pasiones. ¡Con qué delicia se respira, a la caída de la tarde, el aire embalsamado de las islas!

El sol se ha ocultado bajo el horizonte; las nubes han perdido sus galas y el cielo su esplendor; la débil luz del crepúsculo precede al manto oscuro de la noche. La meditación acompañada de un vago sentimiento de melancolía, ha reemplazado las efusiones de nuestro gozo.

El ocaso del sol, nos daría la imagen del ocaso de la existencia! Si la mañana de la vida es la época más placentera, ¿no es la tarde más tranquila y templada? El sol, cuando se pone, ¿no es tan bello y magnífico como cuando nace? Y ese sol, después de embellecer nuestro occidente, ¿no va a anunciar la aurora a otras regiones, dejándonos aquí los recuerdos de un hermoso día? Así el hombre, cuando se acerca al término de la vida, se goza en la calma de las pasiones; los inocentes placeres que encantaban su infancia