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El seibo y el ombú. — 223

continuar su viaje hasta Buenos Aires, a veces con muchos días de espera, sufriendo el comercio y la industria el gravamen que es consiguiente.

Mi espíritu se angustiaba con estas reflexiones como siempre que dirijo mi consideración sobre los males de la sociedad humana; pero la naturaleza instantáneamente recobró sus derechos sobre mi corazón, llamando mi atención hacia uno de sus más esplendentes espectáculos.

De repente, al transponer de la punta de un bosque, hiere mis ojos un luminoso disco de oro; era el sol en su ocaso. Yo contemplaba absorto la sublime hermosura de los cielos en aquel conjunto armonioso de luz, de colores y de formas. Como si una emanación celestial penetrara todo mi ser, me anegaba en inefable dulzuras.

El sol no irradiaba ya un calor ardiente; su luz no ofusca nuestra vista; ya no es sino un globo de oro, cuyo limbo toca el borde aparente de la tierra. Magnífico y despojado de sus rayos, parece un nuevo astro, más grandioso y bello que cuando resplandece en el meridiano. Brillantes nubes nacaradas le componen un magnífico dosel, desplegándose con las formas más graciosas, teñidas de púrpura y azul, contorneadas por un filete de oro, diáfano y luciente. La cortina del gran dosel, es del más subido escarlata en torno del sol, y pasando por los matices intermedios, siguen el morado y al jacinto, confundiéndose al fin con el límpido azul celeste de nuestro cielo.

Es inútil que me detenga a describir un espectáculo de belleza y magnificencia tal, que no hay símil que no le sea inferior, y tan diversificado, que no había momento en que no presentara un