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El seibo y el ombú. — 219

los insectos arrancados de la tierra! Otras veces, desde la enramada de un seibo florido, escuchaba con alborozo el canto de las aves, mezclado con las canciones y los golpes del leñador. Niño todavía, encontraba un objeto de placer, siempre nuevo, en la observación de cada ave, cada insecto, cada planta. En la cabaña de las pampas, como en la choza de las islas, hallaba siempre corazones ingenuos y sencillos como el mío.

¡Oh! ¡qué dulce es la paz de nuestros campos! ¡Oh! ¡qué plácida es la mansión de nuestras islas! ¡Calma deliciosa, alegría pura, tesoro de un corazón sencillo! hoy siento tus trasportes como los sentía en los bellos días de mi adolescencia, cuando, libre de cuidados, el cultivo, la lectura y la naturaleza hacían todas mis delicias. Mi corazón, puro como el pimpollo que se despliega al nacer la aurora, no se abría sino a las impresiones gratas y a los afectos tiernos y generosos. Una agradable ilusión me presentaba la tierra como un edén venturoso... ¡Ah! yo no había presenciado aún las miserias de la humanidad; aun no había sufrido los golpes del infortunio!

¡Oh! ¡Con cuánto placer vuelvo mi vista hacia aquella dichosa época de mi vida! Lo que yo amaba entonces, aun lo amo ahora. ¿No me será dado volver a la quietud de mi cabaña, bajo la sombra del ombú, al lado de las almas sencillas que la habitan? ¿No me será posible echar al olvido los excesos e injusticias de los hombres, entre los bienes y armonías de la naturaleza? Soliciten otros con afán los favores de la fortuna, aten su libertad al carro de la ambición, compren al precio de su reposo un vano renombre; yo he vivido y viviré contento en el seno de los