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Los duraznos. — 199

uno de sus habitantes a trasplantarlo en el recinto de su morada, aun en el centro de las ciudades. Por todas partes en los establecimientos de campo, sean estancias, chacras o quintas, se ven montes de duraznos.

La presencia del duraznero despertará siempre recuerdos agradables a los hijos de este suelo. ¿A quién, en la niñez, no llenó más de una vez de regocijo el galano aspecto de este árbol, cuando, cubierto de un manto color de rosa, nos anuncia la cercana primavera? ¿A quién no ha encantado la vista de su copa agobiada por el peso de sus torneados frutos, rubios como el oro, o blancos como el marfil, con las chapas de carmín que anuncian su sazón? El duraznero nativo de las islas no puede rivalizar con los árboles siempre verdes que crecen a su lado; pero su tronco extiende largos brazos cuyos flexibles gajos brindan sus racimos de duraznos a la mano que quiera recogerlos. Aunque no ostentan copas densas y elevadas; pero agrupados cerca de la casa, forman frondosos bosquecitos de fresca sombra y silencioso retiro, alfombrados de fina y tendida grama.

¿Quién no ha recorrido alguna vez en su infancia los espesos montes de duraznos de nuestras chacras, ya buscando los nidos de los pájaros, ya espiando la madurez primera de la fruta? ¿Cuántas veces no han suscitado nuestra inocente bulliciosa rivalidad, disputándonos la posesión de los duraznos más hermosos y maduros para tener el placer de presentárselos a las personas más queridas? El duraznero ha sido el testigo de nuestros primeros goces, el compañero de nuestros placeres juveniles; jamás podremos contemplarlo sin cariño. Estas primeras