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196 — El Tempe Argentino.

del hombre, los arbolitos de un año que se trasplantan a cuatro o cinco varas de intervalo, al siguiente verano empiezan a fructificar, y al cuarto año ocupan ya todo el terreno, cruzando unos con otros sus ramas laterales, encorvadas hasta el suelo con el peso de la fruta.

El hermoso melocotón o durazno silvestre de las islas no cede, en el conjunto de sus calidades, a ninguna otra de las frutas más preciadas de todo el orbe; pues que a la belleza de su forma esférica, matizada de lucidísimos colores, y a su olor aromático, reúne una pulpa delicada; de una dulzura tan grata al paladar que no causa saciedad, aunque se coma con exceso. Y si a estas excelencias se agrega que es en alto grado alimenticio y saludable, ¿cuál será la fruta que se le pueda comparar?

Sólo tres variedades se conocen del durazno isleño, designadas con los epítetos de blancos, amarillos y bayos, éstos por el color de su piel y aquéllos por el de su carne. No hay abridores o priscos ni pelones; todos son ligeramente vellosos y de carne adherida al hueso o carozo. Aunque de variado sabor, son sin excepción dulcísimos y fragantes.

Su pulpa suculenta, más o menos jugosa y refrescante, es un alimento que conviene a todas las edades, desde los niños de pecho hasta los ancianos, aunque no se tome con moderación, con tal que la fruta esté bien madura y se le quite la piel o cáscara. Para los estómagos débiles conviene sazonarlos con vino y azúcar. Si los pérsicos, en todas sus variedades, son con razón universalmente apreciados como una de las producciones más agradables y sanas de las zonas templadas, nuestros duraznos silvestres son los preferidos en Buenos Aires por