mostrando su purpúreo seno! Al contemplar meciéndose sobre las aguas a estas hermosas náyades, y verlas ocultarse en las ondas luego que por la ausencia de la luz no pueden ya lucir sus galas y atractivos, nos parecen unos seres dotados de sensibilidad e inteligencia que se complacen en la admiración y simpatía que inspira el esplendor de su belleza, y el embeleso delicioso de quien, al contemplarlas aspira el hálito balsámico que exhalan.
En torno de ellas, todo parece reunirse para añadir a los placeres de los sentidos los goces del sentimiento. Al surcar la ligera nave por entre las islas frondosas del alto Paraná sobre una agua tranquila, velada con el verde manto de los nenúfares de corolas celestes y de plata y oro, y el pomposo ropaje y las soberbias flores encarnadas del irupé, galanteadas por lindas mariposas, encantadores colibríes y un variado cortejo de aves acuáticas, ¡qué dulce serenidad penetra en el alma del viajero! La soledad y el silencio de los bosques, las maravillas de la vegetación, la animación inocente de tantos seres, todo nos produce el olvido de los cuidados y afanes mundanales; todo concurre a dilatar el corazón, a renovar el recuerdo de nuestras más tiernas afecciones, y avivar nuestra ingénita aspiración a un retiro de paz, de descanso y de contento. El hombre siempre ha pedido a la naturaleza la calma del corazón perdida; y en verdad que sólo la naturaleza ha podido siempre restituírsela.
Siglos y siglos, miles de años habían corrido sin que se hubiese presentado en aquellas soledades habitadas por el espléndido irupé, sin que se hubiera aparecido un ser que pudiese admirar y hacer conocer al mundo esta obra maravillosa del Crea-