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16 — El Tempe Argentino.

Sigue la canoa de arroyo en arroyo hasta las últimas ramificaciones de las aguas que, ora salen del seno de las islas, ora penetran en él, estrechándose cada vez más, hasta tener que surcar sobre las plantas acuáticas que de orilla a orilla entretejen sus tallos y sus flores. Algunos de estos arroyuelos, cuando ya parece que van a terminarse, desembocan en una cancha dilatada, produciendo una sorpresa inexplicable. El que surca mi canoa, corre recto, como un canal, sombreado de árboles cubiertos de lianas.

Aquí se empieza a oir con el silencio el blando murmullo de las aguas. Las aves han cesado ya en sus cantos. Sólo resuena alguna vez la caída de la capibara que se somormuja con estruendo, o se escucha el arrullo compasado de la tórtola, que con tiernas emociones nos inspira.

Allá a lo lejos se avista entre los sauces una pequeña choza sobre el borde del raudal; es el rancho solitario del carapachayo, el hombre de las islas. Bajo de ese humilde techo pajizo residen el sosiego, el contento y la benevolencia. Aquí es donde se encuentra en toda su pureza la índole suave y el carácter noble de los hijos de la región del Plata, inteligentes, animosos, sufridos, sobrios, generosos y hospitalarios. ¡Con cuánto interés escucha uno las animadas narraciones de estos hijos de la naturaleza! ¡Qué interesante es la descripción de sus exploraciones, del acopio de maderas y construcción de sus hangadas, de la recolección de frutas y de mieles, de sus sementeras, cacerías, pescas y otros ejercicios en que se emplean agradable y útilmente, proveyéndose de lo necesario para una vida frugal e independiente! ¡Con cuánta facilidad y placer se acomoda uno a sus sencillos usos y a su rústico menaje!