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Víctor había visto alguna veces a Cristina leyendo, ora en la playa, ora en un pinar cercano, ya en la galería del balneario, ya en el comedor de la fonda, un libro forrado con un periódico, el mismo probablemente que él había aborrecido en el tren. Pero notaba con satisfacción el galán audaz que la de Carrasco leía poco, y en llegando él pronto dejaba el volumen. Hasta la oyó quejarse, riéndose, de lo atrasada que llevaba la lectura dichosa. "Si sigo así, tengo con un libro para todo el verano." Ni Víctor le preguntó jamás de qué obra se trataba (tanto era su desprecio y su horror a las letras por entonces), ni ella dejó nunca de ocultar el volumen en cuanto veía acercarse al nuevo amigo.

Por unos quince días la victoria indudablemente fué del texto vivo; Cristina olvidó por completo las letras de molde y oyó con atención seria, como meditaba aquella madrugada ante una taza de café, oyó las disquisiciones de moral extraordinaria y de psicología delicada y escogida con que Víctor iba preparándola para escuchar sin escándalo la declaración sui generis y de quinta esencia en que tenía que parar todo aquello.

Cano, con la mejor fe del mundo, persuadido, a fuerza de imaginación, de que estaba poética y místicamente enamorado, en la playa, en el pinar, en los maizales, en el prado oloroso, en todas partes, le recitaba a Cristina con fogosa elocuencia las teorías metafísico-amorosas de su penúltima manera, las que había vertido, como quien