el obispo, como él decía cuando, después de dejar la pluma y renunciar al provecho de sus ideas, éstas seguían gritando, engranándose, produciendo pensamiento que se perdía, que se esparcía inútilmente por el mundo. Ya sabía él que este tormento febril era peligroso, y ni siquiera le halagaba la vanidad como en los días de la petulante juventud. No era más que un dolor material, como el de muelas. Sin embargo, cuando al calor de las sábanas la excitación nerviosa, sin calmarse, se hizo placentera, se dejó embriagar, como en una orgía, de corazón y cabeza, y sintiéndose arrebatado como a una vorágine mística, se dejó ir, se dejó ir, y con delicia se vió sumido en un paraíso subterráneo luminoso, pero con una especie de luz eléctrica, no luz de sol, que no había, sino de las entrañas de cada casa, luz que se confundía disparatadamente con las vibraciones musicales: el timbre sonoro era, además, la luz.
Aquella luz prendió en el espíritu; se sintió iluminado y no tuvo esta vez miedo a la locura. Con calma, con lógica, con profunda intuición, sintió filosofar a su cerebro y atacar de frente los más formidables fuertes de la ciencia atea; vió entonces la realidad de lo divino, no con evidencia matemática, que bien sabía él que ésta era relativa y condicional y precaria, sino con evidencia esencial; vió la verdad de Dios, el creador santo del Universo, sin contradicción posible. Una voz de convicción le gritaba que no era aquello fenómeno histérico, arranque místico; y don Jorge, por la