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to con la infinidad de su deberes...; pero la espina dentro estaba. "Porque, si no hubiera Dios, decía el corazón, todo aquello era inútil, apariencia, idolatría", y el científico añadía: "¡Y cómo puede no haberlo!..."

Todo esto había que callarlo, porque hasta ridículo hubiera parecido a muchos, confesado como un dolor cierto, serio, grande. "Cuestión de nervios" le hubieran dicho. "Ociosidad de un hombre feliz a quien Dios va a castigar por darse un tormento inútil cuando todo le sonríe." Y en cuanto a los suyos, a quienes más hubiera D. Jorge querido comunicar su pena, ¿cómo confesarles la causa? Si no le comprendían ¡qué tristeza! Si le comprendían... ¡qué tristeza y qué pecado y qué peligro! Antes morir de aquel dolor. A pesar de ser tan activo, de tener tantas ocupaciones, le quedaba tiempo para consagrar la mitad de las horas que no dormía a pensar en su duda, a discutir consigo mismo. Ante el mundo su existencia corría con la monotonía de un destino feliz; para sus adentros su vida era una serie de batallas; ¡días de triunfo!—¡oh, qué voluptuosidad espiritual entonces!—seguidos de horrorosos días de derrota, en que había que fingir la ecuanimidad de siempre, y amar lo mismo, y hacer lo mismo y cumplir los mismos deberes.

***

Para la mujer, los hijos y los amigos y discípulos queridos de D. Jorge, aquel dolor oculto