"Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas."
Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo al tren perderse a los lejos, silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos...
¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.
—¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!
Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh! bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.
En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oir, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:
—¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!