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Juan sintió que la aprensión se le convertía en terrible presentimiento, en congoja fría, en temblor invencible. Apretaba convulso su sagrada carga para no dejarla caer; los pies se le enredaban en la ropa talar. El crepúsculo en aquella estrechez, entre casas altas, sombrías, pobres, parecía ya la noche. Al fin de la calle, larga, angosta, estaba la plazuela de las Recoletas. Al llegar a ella miró Juan a la torre como preguntándole, como pidiéndole amparo... Las luces tristes descendían hacia la rinconada, y las dos filas se detuvieron a la puerta a que nunca había osado llegar Juan de Dios en sus noches de vigilia amorosa y sin pecado. La comitiva no se movía; era él, Juan, el sacerdote, el que tenía que seguir andando. Todos le miraban, todos le esperaban. Llevaba a Dios.

Por eso, porque llevaban en sus manos el Señor, la salud del alma, pudo seguir, aunque despacio, esperando a que un pie estuviera bien firme sobre el suelo para mover el otro. No era él quien llevaba el Señor, era el Señor quien le llevaba a él: iba agarrado al sacro depósito que la Iglesia le confiaba como a una mano que del cielo le tendieran. "¡Caer, no!" pensaba. Hubo un instante en que su dolor desapareció para dejar sitio al cuidado absorbente de no caer.

Llegó al portal, inundado de luz. Subió la escalera, que jamás había visto. Entró en una salita pobre, blanqueada, baja de techo. Un altarcico improvisado estaba enfrente, iluminado por