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Una tarde de julio un acólito de San Pedro buscó a Juan de Dios, en su paseo solitario por las alamedas, para decirle que corría prisa volver a la iglesia para administrar el Viático. Era la escena de todos los días. Juan, según su costumbre, poco conforme con la general, pero sí con las amonestaciones de la Iglesia, llevaba, además de la Eucaristía, los Santos Óleos. El acólito que tocaba la campanilla delante del triste cortejo, guiaba. Juan no había preguntado para quién era; se dejaba llevar. Notó que el farol lo había cogido un caballero y que los cirios se habían repartido en abundancia entre muchos jóvenes conocidos de buen porte. Salieron a la plaza y las dos filas de luces rojizas que el bochorno de la tarde tenía como dormidas, se quebraron, paralelas, torciendo por una calle estrecha. Juan sintió una aprensión dolorosa; no podía ya preguntar a nadie, porque caminaba solo, aislado, por medio del arroyo, con las manos unidas para sostener las Sagradas Formas. Llegaron a la plazuela de las Descalzas, y las luces, tras el triste lamento de la esquila, guiándose como un rebaño de espíritus, místico y fúnebre, subieron calle arriba por la de Cereros. En los Cuatro Cantones, Juan vió una esperanza: si la campanilla seguía de frente, bajando por la calle de Platerías, bueno; si tiraba a la derecha, también; pero si tomaba la izquierda... Tomó por la izquierda, y por la izquierda doblaban los cirios desapareciendo.