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le hacían; la venganza del castigo no le apagaba la ira contra la carne. "Allá lejos—pensaba—no hubiera habido esto; mi cuerpo y mi alma hubieran sido una armonía."

VI

Así vivía, cuando una tarde, paseando, ya cerca del obscurecer, por la plaza, muy concurrida de San Pedro, sintió el choque de una mirada que parecía ocupar todo el espacio con una infinita dulzura. Por sitios de las entrañas que él jamás había sentido, se le paseó un escalofrío sublime, como si fuera precursor de una muerte de delicias: o todo iba a desvanecerse en un suspiro de placer universal, o el mundo iba a transformarse en un paraíso de ternuras inefables. Se detuvo; se llevó las manos a la garganta y al pecho. La misma conciencia, una muy honda, que le había dicho que allá lejos se habría satisfecho brindando con la propia sangre al amor divino, ahora le decía, no más clara: "O aquello o esto." Otra voz, más profunda, menos clara, añadió: "Todo es uno." Pero "no"—gritó el alma del buen sacerdote—: "Son dos cosas; ésta más fuerte, aquélla más santa. Aquélla para mí, ésta para otros." Y la voz de antes, la más honda, replicó: "No se sabe."

La mirada había desaparecido. Juan de Dios se repuso un tanto y siguió conversando con sus amigos, mientras de repente le asaltaba un recuerdo mezclado con la reminiscencia de una sensación