recía a su vocación abandonada una especie de consuelo: se dedicó principalmente a visitar enfermos de dudosa fe, a evitar que las almas se despidieran del mundo sin apoyar la frente el que moría en el hombro de Jesús, como San Juan en la sublime noche eucarística. Por dificultades materiales, por incuria de los fieles, a veces por escaso celo de los clérigos, ello era que muchos morían sin todos los Sacramentos. Infelices heterodoxos de superficial incredulidad, en el fondo cristianos; cristianos tibios, buenos creyentes descuidados, pasaban a otra vida sin los consuelos del oleum infirmorum, sin el aceite santo de la Iglesia..., y como Juan creía firmemente en la espiritual eficacia de los Sacramentos, su caridad fervorosa se empleaba en suplir faltas ajenas, multiplicándose en el servicio del Viático, vigilando a los enfermos de peligro y a los moribundos. Corría a las aldeas próximas, adonde alcanzaba la parroquia de San Pedro; aun iba más lejos, a procurar que se avivara el celo de otros sacerdotes en misión tan delicada e importante. Para muchos esta especialidad del celo religioso de Juan de Dios no ofrecía el aspecto de grande obra caritativa; para él no había mejor modo de reemplazar aquella otra gran empresa a que había renunciado por amor a su madre. Dar limosna, consolar al triste, aconsejar bien, todo eso lo hacía él con entusiasmo...; pero lo principal era lo otro. Llevar el Señor a quien lo necesitaba. Conducir las almas hasta la puerta de la salvación, darles para la noche obscura del viaje eter-
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