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ceridad patética, de jovialidad artística, que exigía, para ser apreciada, condiciones muy diferentes de las que existían en el gusto y las costumbres del público, de los autores, de los demás cómicos y de los críticos. Ni el marido de Juana tenía la pretensión de sacar a relucir su arte recóndito, ni Juana mostraba interés en que la gente se enterase de que ella era lista, ingeniosa, perspicaz, capaz de sentir y ver mucho. Las pocas veces que Noval había ensayado representar a su manera, separándose de la rutina, en que se le tenía por un galán cómico muy aceptable, había recogido sendos desengaños: ni el público ni los compañeros apreciaban ni entendían aquella clase de naturalidad en lo cómico. Noval, sin odio ni hiel, se volvía a su concha, a su humilde cáscara de actor de segunda fila. En casa se desquitaba haciendo desternillarse de risa a su mujer, o aterrándola con el Otelo de su invención y entristeciéndola con el Hamlet que él había ideado. Ella también era mejor cómica en casa que en las tablas. En el teatro y ante el mundo entero, menos ante su marido, a solas, tenía un defecto que venía a hacer de ella una lisiada del arte, una sacerdotisa irregular de Talía. Era el caso que, en cuanto tenía que hablar a varias personas que se dignaban callar para escucharla, a Juana se le ponía una telilla en la garganta y la voz le salía, como por un cendal, velada, tenue; una voz de modestia histérica, de un timbre singular, que tenía una especie de gracia inexpli-