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jante vida... el martirio: la sangre vertida por la fe de Cristo. Sí, ése era su destino, ésa su elocuencia viril. El niño había predicado, jugando, con la boca; ahora el hombre debía predicar, de una manera más seria, por las bocas de cien heridas...

Había que abandonar la patria, dejar a la madre; le esperaban las misiones de Asia; ¿cómo no lo habían visto tan claramente como él su madre, sus amigos?

La viuda, ya anciana, que se había resignado a que su Juan no fuera más que santo, no fuera una columna muy visible de la Iglesia, ni un gran sacerdote, al llegar este nuevo desengaño, se resistió con todas sus fuerzas de madre.

"¡El martirio no! ¡La ausencia no! ¡Dejarla sola, imposible!"

La lucha fué terrible; tanto más, cuanto que era lucha sin odios, sin ira, de amor contra amor: no había gritos, no había malas voluntades; pero sangraban las almas.

Juan de Dios siguió adelante con sus preparativos; fué procurándose la situación propia del que puede entrar en el servicio de esas avanzadas de la fe, que tienen casi seguro el martirio... Pero al llegar el momento de la separación, al arrancarle las entrañas a la madre viva... Juan sintió el primer estremecimiento de la religiosidad humana, fué caritativo con la sangre propia, y no pudo menos de ceder, de sucumbir, como él se dijo.