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no revelaba gran holgura ni mucho capital robado al sudor del pobre, los irritó en vez de ablandarlos. Se inclinaban a pasarle por las armas y así se lo hicieron saber.

Uno que parecía cabecilla, se fijó en el edificio de donde salía Vidal y exclamó:

—Ésta es la Biblioteca; ¡es un sabio, un burgués sabio!

—¡Que muera! ¡Que muera!

—Matarlo a librazos... Eso es, arriba, a la Biblioteca, que muera a pedradas... de libros, de libros infames que han publicado el clero, la nobleza, los burgueses, para explotar al pobre, engañarle, reducirle a la esclavitud moral y material.

—¡Bravo, bravo!...

—Mejor es quemarle en una hoguera de papel...

—¡Eso, eso!

—Abrasarle en su Biblioteca...

Y a empellones, Fernando se vió arrastrado por aquella corriente de brutalidad apasionada, que le llevó hasta el mismo salón donde él trabajaba, poco antes, en aquel códice en que se podía estudiar algún relámpago antiquísimo, precursor de la gran tempestad que ahora bramaba sobre su cabeza.

Los sublevados llevaban antorchas y faroles; el salón se iluminó con una luz roja con franjas de sombras temblorosas, formidables. El grupo que subió hasta el salón no era muy numeroso, pero sí muy fiero.

—Señores—gritó Vidal con gran energía—. En