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la casa del conserje, que estaba a los pocos metros, en el mismo edificio.

Pero llamó en vano. No abrían, no contestaban.

Vidal tardó en fijarse en tal silencio. Iba lleno de las ideas que con él habían bajado a la calle dejando las frías páginas de los libros de arriba, la eterna prisión.

"No está nadie", pensó, por fin, sin fijarse en que debía extrañar que no estuviese nadie en casa del conserje.

—¡Y qué hago yo con esto!—se dijo, sacudiendo el manojo de llaves que le daba aspecto de carcelero.

En aquel momento se fijó en otra cosa. En que la noche era obscura, en que había faroles, tres, bien lo recordaba, a lo largo de la calle, y no estaba ninguno encendido.

Después notó que a nadie podía parecerle ridícula su situación, porque por la calle de la Biblioteca no pasaba un alma. Silencio absoluto.

Una detonación lejana le hizo exclamar:

—¡Un tiro!

Y el tiro, más bien su nombre, le trajo a la actualidad, a la vida real de su pueblo.

—Cuando salí de casa, después de comer, en el café oí decir que esta noche se armaba, que los socialistas o los anarquistas, o no sé quién, preparaban un golpe de mano para sacar de la cárcel a no sé qué presos de su comunión y proclamar todo lo proclamable.

Debe de ser eso. Debe de estar armada.