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CAPÍTULO XI.

—Me asombra, repuso Ernesto, cuán tontos fueron los colonos; ¿cómo no se figuraban que al conducirse de esa manera caminaban á su perdicion infalible; miéntras que trabajando y venciéndose un poco, podian aspirar al porvenir más brillante?

—Bien empleado les estuvo, respondió Santiago con su prontitud ordinaria, que el gran rey les mandase á presidio, pues se lo habian merecido.

—Lo que es yo, dijo Franz ¡con qué gusto veria tan soberbia ciudad y esos soldados con armaduras de oro y espadas de fuego! ¡Qué hermosa debe ser!

—No tengas cuidado, hijo mio, contesté, llegará dia en que veas todo eso y mucho más si continúas como hasta aquí siendo bueno y obediente á tus padres.

En seguida desenvolví más el sentido de la parábola, aplicando su moral de un modo más directo á mis hijos.

—Tú, Federico, piensa alguna vez en los labradores que plantan árboles silvestres, cuyos frutos intentan hacer pasar por dulces y sabrosos; estos son hombres orgullosos que por carácter y sin violencia ejercitan algunas virtudes que quieren sobreponer á las verdaderamente cristianas, las cuales sólo se alcanzan por la gracia de Dios, como premio de su laboriosidad, perseverancia y paciencia. Tú, Ernesto, acuérdate de los cultivadores del jardin ingles, y de los bonitos árboles sin fruto; estos son los que se entregan de lleno al estudio de ciencias infructuosas é inútiles para hacer el bien á sus semejantes, que al mismo tiempo desdeñan la vida activa y la mejora de costumbres, y encerrados en su egoismo no piensan sino en los goces de la vida y en sí mismos. Tú, Santiago, que tan vivo eres de genio, no olvides los que dejaron sus tierras incultas, ó no supieron distinguir el trigo de la zizaña; estos son los desaplicados y aturdidos que ni quieren estudiar, ni discurrir, ni aplicarse á discernir el bien del mal, para hacer el uno y evitar el otro, y que por un oído les entra y por otro les sale cuanto se les enseña, malogrando así los buenos sentimientos para que en su lugar germinen los malos. Vosotros todos y yo tomemos por modelo á los buenos trabajadores, aunque nos cueste fatiga imitarlos: cultivemos el alma, que es el terreno que Dios nos da para que por medio del trabajo crezcan y se desarrollen en ella las celestiales semillas de bondad, justicia y moderacion, cuyos frutos son las acciones cristianamente virtuosas, á fin de que, cuando tarde ó temprano llegue la muerte á sorprendernos, nos embarquemos en el sombrío buque del almirante Tod, con la esperanza de que llegando á la presencia de nuestro juez y soberano Señor oigamos su voz remuneradora que nos diga estas consoladoras palabras: Venid á mí, mis buenos y fieles servidores, ya que no me habeis olvidado por tan corto espacio de tiempo, yo cuidaré de vosotros por toda la eternidad: venid y entrad en el goce de vuestro Señor [1].

  1. Este apólogo es una exposicion ó glosa de la parábola que en boca del Salvador trae el Evangelio de San Mateo, cap. XXV, versic. 14 y siguientes. Nota del Trad.