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CAPÍTULO XI.

go, ¡pues no es nada! ¡Tendrémos jolgorio largo! ¡Cuántas flechas voy á disparar! ¡y cómo voy á correr!

—Y cada uno hará lo que le parezca, dijeron los demás.

—No es eso lo tratado, caballeritos; el domingo es dia para dedicarlo á Dios y no para emplearlo en la ociosidad y pasatiempo. Nuestros corazones en ese dia deben alejarse, en cuando sea posible, de las vanidades de la tierra y dirigirse á su supremo Hacedor para adorarle, darle gracias por sus beneficios, en una palabra, servirle.

—Pero ¿cómo lo harémos, sin tener iglesia, ni sacerdote, ni misa?

—¡Ah! en cuanto á esto, dijo Ernesto, creo que nuestras oraciones llegarán á los piés del trono del Señor dirigidas bajo la bóveda del cielo, lo mismo que bajo de la de un suntuoso templo; á más que podrémos rezar todas las devociones que sabemos y cantar los himnos que nos ha enseñado mamá.

—Sí, hijos mios, contesté, Dios está en todas partes, y en todas se le puede servir, bendiciendo su infinita bondad, alabándole en sus obras, y ejercitándose de corazon y de buen grado en actos de piedad. Celebrarémos este dia como nuestra posicion lo permite, y como conviene á vuestra edad y respectiva inteligencia. En vez del sermon que acostumbrais á oir en semejante dia en la parroquia, os glosaré una parábola del Evangelio, que iluminando vuestro espíritu, haga germinar las preciosas semillas de virtud que vuestra madre y yo hemos sembrado en vuestros corazones para que fructifiquen en su dia como principio y garantía de vuestra felicidad en este mundo y en el otro. Pero cada cosa á su tiempo, añadí, notando la impaciente curiosidad que habia dispertado en mi tierno auditorio el anuncio de la parábola; por de pronto dirijamos al Señor las preces matutinas de cada dia con fervor y recogimiento especial; despues cuidarémos de los animales, almorzarémos en seguida, y reunidos luego sobre el verde césped y á la sombra de los árboles que rodean nuestra morada continuarémos lo demás.

Solté la escala del todo, bajando el primero para sujetar el último barrote á una raíz, y toda la familia me siguió. La mayor parte de la mañana se empleó de la manera que yo dispusiera, y sentados luego sobre la yerba mis hijos y su madre, me coloqué en un altillo, frente á mis oyentes que aguardaban mi voz con el más silencioso recogimiento, y despues de un corto silencio, recité una historieta alegórica ó apólogo apropiado á la situacion en que nos encontrábamos, y en la que traté de desenvolver algunas importantes verdades fundamente de la moral cristiana.

—Hijos mios, comencé, allá en tiempos hubo un rey muy poderoso, cuyo reino se llamaba el país de la Realidad ó de la Luz, porque esta imperaba allí constantemente unida á una perpetua actividad. En su más lejano confin, próximo al mar Glacial, existia una comarca, regida por el mismo rey, cuya dilatada extension y especiales circunstancias eran de él unicamente conocidas,