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CAPÍTULO VIII.


El puente.


Al primer albor de la mañana despertámos.

—¿Sabes, dije á mi esposa, que me ha ocupado seriamente esta noche tu relacion de ayer, y examinando despacio las consecuencias del cambio de domicilio en que estamos, preveo nos acarreará graves inconvenientes? Vamos despacio, y ántes de obrar discurramos. Por de pronto creo casi imposible hallar un sitio que ofrezca más seguridad personal que en el que ahora estamos, que por un lado está protegido por el mar, que nos va trayendo los restos de la nave, á los que deberíamos renunciar si nos alejásemos de la costa; y por otro, le resguardan igualmente la cadena de montañas que tenemos delante y la confluencia del arroyo que se pudiera en un caso fortificar.

—Alto, no prosigas, interrumpió mi esposa, por cuando no vamos acordes; la barrera que dices no ha impedido á los chacales llegar hasta aquí, como lo hemos visto. ¿Los tigres, los osos y otras fieras no podrian seguir el mismo camino y hacernos igual visita? Respecto al partido que piensas sacar de los restos del buque, que es otra de tus razones, te confieso con toda sinceridad, que muy contenta con los que ya tenemos de su procedencia, desearia de todas veras que el mar sepultase bajo sus olas el casco de ese buque, que miéntras exista embarrancado será para mí causa perenne de angustia y desasosiego. Tú no cuentas, amigo mio, con los trabajos que aquí pasamos para guarecernos de los rayos de este sol abrasador, en tanto que Federico y tú os ocupais en vuestras correrías terrestres y marítimas. Reflexiona pues acerca de estos inconvenientes, y de seguro me darás la razon.

Tardé algun tiempo en contestarla, pues si bien la elocuencia de mi esposa no era suficiente para convencerme del todo, no dejaba de confesar que en el fondo habia mucha verdad en su razonamiento.