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CAPÍTULO VII.

manejar la aguja. El encargo no era agradable por cierto, y me excusé; pero viendo el afan del pobre chico que no se amañaba en su costura, compadecíme de él accediendo á su deseo.

«Concluidas las dos carlancas, me suplicó de nuevo reiterase igual operacion con otra gran tira de piel que tenia preparada para hacerse un cinto. Accedí tambien á su deseo; pero tanto yo como Ernesto el advertímos, que si no se ponia remedio, al secarse el cuero, cinto y carlancas se encarrujarian en términos de quedar defectuosos y quizá inservibles; y por lo tanto, siguiendo nuestros consejos, sujetó con clavos sobre una tabla muy tirantes las correas, y puestas á secar al sol, á las pocas horas ya estaban en estado de servir: salvo el mal olor que les quedaba.

«El resto del dia pasó sin más novedad. Al anochecer tranquilos como estábamos por haber visto vuestras señales, nos retirámos á la tienda á descansar bajo la salvaguardia de los perros que defendian la entrada. Dormí regularmente; mas las reflexiones que me sugeria nuestra posicion me despertaron muy temprano. Mis hijos habian sufrido mucho con el calor que se iba haciendo insoportable, y me acabé de persuadir que nos sería imposible permanecer por más tiempo expuestos de tal manera á los rayos de aquel sol abrasador. Por un lado el deseo de hallar sitio más cómodo, y por otro la idea del riesgo en que te hallabas para proporcionarnos un imperfecto bienestar, me inspiraron la resolucion de contribuir en cuanto estuviese á mi alcance al bien general.

«Poseida de esa idea, encaminéme á la playa para haceros las señales convenidas, y como segun indicaban las tuyas no volveriais hasta el anochecer, dispuse lo conveniente para la excursion proyectada. Despues del desayuno participé á los niños mi resolucion, lo cual causó el mayor alborozo. Cada cual se equipó á su gusto proveyéndose de lo que creyó más necesario para el viaje; cada uno de los dos mayores llevaba su correspondiente escopeta, cuchillo de monte, zurron lleno de víveres y municiones, y yo llevé un saco, un jarro de agua, y un hacha pequeña por toda arma. Cerré la tienda lo mejor que pude, y tendiendo la última mirada al mar, emprendímos la marcha acompañados de los perros y dejando lo demás bajo la salvaguardia de Dios.

«Primero nos dirigímos hácia el arroyo. Turco, que conocia el terreno por haberos seguido en la primera expedicion, iba delante sirviéndonos de guia, y pronto llegámos al punto en que lo vadeasteis, lo que hicímos igualmente saltando por las piedras, no sin algun trabajo y temor de perder el equilibrio.

«Ya en la orilla opuesta, seguímos andando sin direccion fija. Al considerarme en aquella ocasion sola, en un desierto, sin más apoyo ni defensa que dos niños de once á trece años, temibles únicamente por el uso que podian hacer de las escopetas, bendije á Dios con toda mi alma por la feliz idea que te inspiró cuando pensastes ejercitarles en el manejo de las armas de fuego; á pesar de mi repugnancia en concederles ese gusto del que temia pudieran resultar fatales