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CAPÍTULO LVIII.

—No, señor doctor, no ha sido el eco, y no nos haga su merced tan ignorantes. Harto sabemos lo que es eco y hasta dónde llegan sus efectos. Repito que hemos oido tres cañonazos claros, distintos y diferentes de los nuestros, y estoy seguro de que en este instante arriba á la altura de nuestras costas uno ó más buques.

Habia en su tono y en su ademan un no sé qué de verdad y tal aire de conviccion, que me fue imposible escuchar con indiferencia un suceso de tamaña importancia y gravedad en la historia de nuestra existencia, pues si bien anhelábamos que llegase el momento de anudar con los hombres las relaciones de tanto tiempo interrumpidas, debíamos obrar en este caso, dado que se verificase, con la mayor circunspeccion y reserva.

—Si realmente es un bajel lo que se acerca á nuestras costas, dije, ¿quién sabe si será mercante ó de guerra europeo, en cuyo caso nada hay que temer, ó bien algun buque de piratas malayos, á cuya aparicion en vez de regocijarnos debamos apercibirnos para defender contra una pandilla de bandidos nuestras posesiones y riquezas?

Estas prudentes razones calmaron un poco la irreflexiva é impetuosa alegría de Federico y su hermano. Resolví permanecer en espectacion, organizando un sistema de defensa y vigilancia para evitar cualquier sorpresa.

Como la noche se venía encima, decidí que uno de nosotros quedase de vigilante en la galería para atalayar cualquier señal que de nuevo anunciara la presencia de un buque en nuestras costas. Pero la noche pasó sin novedad, y á eso de la madrugada el viento y la lluvia sobrevinieron con tan insólita violencia que no parecia sino que los elementos se conjuraban para prolongar nuestra ansiedad.

Dos dias con sus noches duró la tormenta sin observar el menor indicio que confirmase el descubrimiento objeto de nuestro constante afan é incertidumbre. A la mañana del tercero el sol rompió la opacidad de las nubes, calmó el viento y el mar apareció sosegado. Llenos de impaciencia Federico y Santiago resolvieron volver á la Isla del tiburon para aguardar nuevas señales. Consentí á condicion de que se embarcasen en la piragua, en la cual entré tambien con ellos. Mi esposa, Ernesto y Franz se quedaron en la gruta. Al llegar al fuerte que como queda dicho estaba situado en lo más alto de la roca izámos la bandera para tranquilizar á los nuestros, y en seguida tendímos la visual por el horizonte. Nada se nos presentó de nuevo. Tras un breve espacio de espera, Santiago, no pudiendo aguantar más, cargó una pieza, y por consejo mío de dos en dos minutos disparó tres cañonazos, lo cual dispuse á fin de asegurarme si el eco de las rocas pudo ó no engañar la vez pasada el inexperto oido del jóven artillero. Cuando las postreras vibraciones del último cañonazo perdíanse ya en las quebradas del peñasco, nos pareció oir claramente y retumbar á lo léjos, como si viniese del lado del promontorio, el eco de otra descarga más sonora que las