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EL ROBINSON SUIZO.

tas aromáticas y dándoles una abundante sopa bien caliente que reanimó sus fuerzas.

A la siguiente alba levámos anclas, y guiados por Federico que iba delante con el caïack, enderezámos el rumbo á la Bahía de las perlas, término del viaje interrumpido por el encuentro del cetáceo. Despues de sortear los escollos que la formaban abordámos en el mismo sitio donde lo efectuáramos pocos dias ántes. Todo estaba tal como lo habíamos dejado: la mesa y los bancos de la playa, en pié; el hoyo donde se hizo el asado, y las piedras del hogar, intactos; pero la atmósfera se hallaba ya purificada, pues consumidas las ostras por el sol no exhalaban ya mal olor. Los cadáveres de los leones y del jabalí no presentaban sino un informe monton de blancos huesos: los buitres y demas aves rapaces, sin contar las alimañas del bosque, habian devorado hasta la más mínima partícula de carne.

Todo aparecia tranquilo en la costa, por lo cual juzgámos no habia inconveniente en sentar allí los reales para recoger las perlas que las conchas del todo abiertas nos permitian extraer. Con los utensilios de que íbamos provistos la operacion fue facilísima, si bien algunas perlas estaban tan adheridas al nácar de la concha que sólo rompiéndola podian arrancarse. Reunidas todas, contámos más de cuatrocientas, algunas muy gruesas y de oriente y redondez admirables.

Recogida esta inestimable riqueza en un saco, hubo que pensar en comer. Los cuatro hermanos salieron con las carabinas y zurrones á ver si cazaban algun pájaro de cuenta en el bosque de las trufas. No les vino á tiro ninguno grande, pero sí algunas chochas, perdices y gallinetas, que luego de peladas entraron á aumentar el caudal del puchero.

Cumplido ya el objeto del viaje sólo faltaba regresar á Felsenheim; pero un descubrimiento imprevisto nos detuvo más tiempo del que imaginábamos en el fondeadero de la bahía. En uno de mis paseos por la deliciosa costa reparé en unas piedras que por su aspecto me parecieron fáciles de convertir en cal, y sin más averiguacion dispusímos desde luego una sencilla calera á orillas del mar. La calcinacion de las piedras nos obligó á pasar allí parte de la noche; miéntras un fuego vivo ejercia su accion sobre la masa caliza, para envasar la cal fabricámos con cortezas de pino unos toneles parecidos á los corchos de las colmenas, con aros de bejuco.

Era ya entrada la noche, y como al dia siguiente habíamos de trabajar bastante, despues de echar un vistazo al horno y leña al fuego, nos fuímos á recoger, unos en la pinaza y otros á la orilla del mar, como en la noche anterior.

Al despuntar el dia todo el mundo, hasta mi esposa, puso manos á la obra. La cal estaba en su punto, y varios pedazos calcinados que sometí á la prueba del agua me aseguraron la bondad y excelencia de su clase.

Tampoco eché en saco roto la yerba de sosa encontrada anteriormente. Se