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CAPÍTULO LVI.

que de prisa volvíamos á nuestro retiro, tan á tiempo que al poner el pié en el barco apareció otro enemigo ménos fuerte que el primero, pero de igual aspecto formidable: era una leona, la hembra sin duda del soberbio animal que acababa de sucumbir.

Esta se dirigió al cadáver de su compañero, lamió la sangre que brotaba de su herida, y cuando llegó á convencerse de que ya no existia, rabiosa y sedienta de venganza comenzó á rugir echando espuma por la boca. El mismo cazador que habia rematado el macho hallábase igualmente á la vista de la hembra, y de un balazo la rompió el espinazo. Al sentirse herida se enfureció más la leona, revolcándose por la arena; pero los perros que aguardaban este momento arrojáronse los tres sobre ella al mismo tiempo, trabándose entónces el más horrible combate. La oscuridad, los rugidos de la leona y los espantosos aullidos de los perros encarnizados en la presa ofrecian una escena imposible de describir. Dos de los alanos se habian abalanzado á los costados de la fiera, y la valiente Bill la tenia cogida por el cuello. Con otro disparo por mi parte quizá hubiera terminado la lucha; mas no pudiendo ser la puntería segura á causa de la oscuridad, me exponia á herir ó matar algun perro. Sin embargo, no pude aguantar más: salté en tierra, y yendo derecho al animal que sujetaban los perros le hundí mi cuchillo de monte en el pecho traspasándole el corazon, y en seguida cayó inerte bañado en su sangre.

Cara nos costó esta segunda victoria: la pobre Bill, acribillada de mordeduras y desgarrada por mil partes espiró casi al mismo tiempo que la leona.

En este instante se presentó Federico, el cual animado de mi misma idea traia en la mano su ya inútil puñal desenvainado. Ambos fuímos á juntarnos con Ernesto y Santiago á quienes encontrámos llorando, y al vernos se arrojaron á nuestros brazos. El inminente riesgo que acabábamos de correr les habia causado una angustia mortal y apénas podian convencerse por nuestros reiterados abrazos de que estábamos ilesos.

Nuestro primer cuidado despues de los primeros arranques de alborozo fue atizar el fuego é ir con teas á reconocer el lugar del combate: desde luego observámos el inanimado cuerpo de la pobre Bill tendido sobre el cadáver de su adversario, víctima de su valor y ejemplar de fidelidad, pero apénas pudímos reprimir un involuntario terror al ver la pareja real, que aun sin vida y por lo tanto inofensiva conservaba un resto de grandeza y majestad.

—¡Qué bocaza! decia Ernesto alzando la cabeza del leon. ¡Si cabe en ella el cuerpo de un hombre!

—¡Pues y las garras! añadió Santiago, ¡con razon le llaman el rey de los animales!

—Verdad es, hijos mios, dije, y por lo tanto mayor debe ser nuestro reconocimiento á Dios que se ha dignado salvarnos otra vez, y porque ha dado al hombre suficiente fuerza y energía para triunfar de semejantes enemigos.