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CAPÍTULO LIII.

Mi buena y querida esposa habia envejecido poco, y se conservaba ágil y robusta sin perder un ápice de su ordinaria actividad.

En cuanto á mí, tenia la cabeza cana, ó poder decir mejor, apénas me quedaban cabellos. El calor del clima y el excesivo trabajo, especialmente en los primeros años de nuestra residencia en la isla, los habia hecho caer ántes de tiempo; sin embargo, encontrábame fuerte y vigoroso, si bien no era ya el hombre emprendedor que diez años ántes habia dado principio al establecimiento de la pequeña colonia que se encontraba en plena prosperidad.

Estos cambios eran para mí un manantial de tristes y amargas ideas. Preveia para mis hijos un porvenir sombrío, y muchas veces, dirigiendo los ojos al Océano, los elevaba luego al Señor diciéndole: ¡Dios mio! ¡ya que por tu misericordia infinita nos libraste del naufragio arrancándonos de una muerte inevitable; ya que nos has colmado de toda clase de bienes, completa tu obra, no dejes perecer en la soledad á los que tu diestra ha salvado!.