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CAPÍTULO LIII.

dre. A la nueva vaca se la llamó Rubia en razon de su color, y al novillo Trueno por su formidable bramido. Nos encontrámos igualmente con dos buches, macho y hembra, á los que denominámos al uno Flecha y al otro Rebato, á causa de la ligereza de su raza.

Los cerdos eran ya más sociables. La primera marrana que trajímos á la isla habia muerto tiempo hacia, legando á su posteridad una inclinacion marcada á la vida independiente y montaraz que nuestros esfuerzos jamas consiguieron refrenar. El resto del ganado menor se habia multiplicado á proporcion, de suerte que de vez en cuando podíamos comer carne suculenta sin temor de que desapareciese la raza, y de tiempo en tiempo abandonábamos algunos individuos dejándolos en los bosques donde recobraban su primitiva índole cerril y multiplicándose en ese sentido daban pábulo á nuestras cacerías.

Tanto abundaban los conejos de Angora en la Isla del tiburon, que nos vímos obligados á diezmarlos varias veces para que no les faltase alimento, encomendando esta tarea á los perros adiestrados, quienes se aprovechaban de su carne que nosotros desechábamos á causa del tufo de almizcle que despedia. Sólo utilizábamos el pelo para ir entreteniendo la sombrerería y tapicería, pues con sus pieles alfombrámos algunas estancias de nuestra habitacion para mayor comodidad en invierno. En cuanto á los antílopes, á quienes prodigábamos los más tiernos cuidados, no pudímos domesticarlos hasta que trasladámos una pareja al aprisco de Felsenheim. Su multiplicacion fue lenta, pues el desapacible clima de la Isla del tiburon donde estaban relegados hacia que muriesen muchos anualmente.

Tal era poco más ó ménos el estado de la colonia á los diez años de nuestra llegada á la isla. Los recursos se habian acrecentado, las fuerzas y la industria habian hecho progresos; por do quier reinaba la abundancia, estando ya previstos casi todos los peligros que pudieran sobrevenirnos, pues conocíamos la parte de la isla que habitábamos como cualquiera propietario su hacienda. En una palabra, ofrecíamos el cuadro de la felicidad más completa. Era la nuestra como la familia del primer hombre, viviendo en medio de las delicias del eden, si pudiera llenarse el gran vacío que en nuestro interior sentíamos: la sociedad perdida. En medio de todas las riquezas y la abundancia en cierto concepto éramos los más pobres: nos faltaban los hombres, nuestros hermanos, para cuya compañía nacímos.

En estos diez años ni por mar ni por tierra percibímos el menor rastro de criatura humana. Nuestra vista se dirigia con frecuencia al Océano sin descubrir mas que el agitado movimiento de las olas. Esta esperanza continuamente frustrada, cuya realizacion se hacia cada vez más improbable y vaga, causábanos un secreto pesar que nadie manifestaba; pero la necesidad y el incesante deseo de encontrar otros seres de nuestro linaje era tan fuerte en nosotros, que no podíamos resistirlo, y confiando en que algun dia tornaríamos á la sociedad