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CAPÍTULO LI.

falta á tragarse el contenido. Ya de noche retirámonos á la cabaña y nos disponíamos á descansar hasta la mañana siguiente en los blandos lechos, cuando de repente hirió nuestra vista una luz súbita parecida á la que pudiera producir el incendio de un buque en alta mar. Sorprendidos del fenómeno cuya causa nos era absolutamente desconocida y excitada hasta el extremo la curiosidad salímos á campo raso, y en dos brincos subímos al pico más elevado del promontorio. Apénas llegámos, cuando el aparente incendio que se alzaba sobre el Océano tomó una forma regular: era un gran globo de fuego que se alzaba poco á poco sobre las olas: la luna que al horizonte salia. Era una de las escenas más maravillosas de la naturaleza que habia visto en mi vida. El mar estaba quieto y apacible, balanceándose únicamente las olas con suave murmullo al pié del cabo, y trayendo á nuestros piés el pálido reflejo del astro nocturno. El viento fuerte de la tarde se cambió en ligera brisa; el más profundo silencio envolvia la tierra y el Océano; no parecia sino que la naturaleza entera iba á preludiar un cántico sublime, un himno de gloria y agradecimiento al Criador. Aunque nuestra esperanza nos engañase y en vez de un buque incendiado nos encontrásemos con la luna en el firmamento, no por eso dejámos de gozar ante el sublime espectáculo que nuestra vista abarcaba. Gran rato permanecímos absortos en religioso silencio. Nuestras almas se elevaron por sí mismas hasta el trono del Señor, é instintivamente dímosle gracias y humillámonos ante la omnipotencia y sabiduría eterna, autora de las maravillas que sin cesar presentaba á la admiracion de los hombres.

Sin embargo, la dulce y tranquila meditacion á que nos abandonábamos, por desgracia no duró largo tiempo, siendo en breve interrumpida por los sonidos más extraños que jamás habian llegado á mis oídos, los cuales formaban pavoroso contraste con el silencio de la noche: eran á la vez aullidos, rugidos, relinchos, á cuál más discordes y confusos, un estrépito infernal que al parecer salia del banco de arena que se extendia desde el pié del promontorio hasta el mar; y á pesar de eso nada descubríamos en el mar ni en la playa. A los formidables acentos contestaron los perros con prolongados aullidos; el chacal de Santiago empleó toda la fuerza de sus pulmones para responder á aquel monstruoso concierto; otros chacales formaban coro con sus salvajes ladridos; allá, hácia la gran Vega, percibíanse como relinchos de caballos montaraces y mugidos de búfalos; pero en medio de todo, lo que causaba más terror era un rugido que dominaba los otros, sordo y terrible, que no podia provenir sino de un tigre ó leon. Dudábamos si bajaríamos ó no de la eminencia, cuando al fin oímos claramente un eco parecido á la carrera de un cuadrúpedo que huye despavorido. Entónces, no creyéndonos ya en seguridad, corrímos á la cabaña casi con la certidumbre de que rondaba las inmediaciones algun hipopótamo, elefante, leon, tigre ú otra cualquiera fiera que tenia alarmados á los moradores del desierto. Nada encontrámos que nos intimidase en derredor de nuestro albergue.